Cumpliendo un deber de conciencia

Por Francisco Igartua

“A aquel cercano y lejano José”

Era un niño normal, aunque algo taciturno para el alegre ambiente de aquel pequeño pueblo, a la vera del río Bidasoa, donde había nacido. Se destacaba en los deportes, tenía amigos y en la escuela no era de los peores. Algo, sin embargo, le faltaba: -todos sus compañeros tenían padre menos él y esa seguramente era la razón de su casi imperceptible tristeza. En su casa, la madre y las tías le decían que el padre había muerto en un desgraciado accidente: “era un gran jinete y por servir a unos vecinos salió en plena tormenta en busca de médico, pero un rayo lo hizo caer del asustado caballo; de ese blanco viejo que conociste cuando eras más pequeño”. Pero él nunca conoció la tumba del padre cuando acompañaba a la familia al cementerio y sí llevaban flores para las de sus abuelos y la de un tío que él nunca vio, ni siquiera en foto. Sólo en una oportunidad le explicaron vagamente “tu padre no murió en el pueblo”.

“¿Y por qué el caballo blanco estaba en el establo si el padre murió lejos?” -se preguntaba en sus adentros de vez en cuando.

La pregunta lo inquietaba y de ella surgían de cuando en cuando imprecisas y subliminales dudas que eran las que le daban aquel tinte de tristeza a sus ojos azulinos.

Con el tiempo no quedó solitaria esa inquietud. Un día escuchó decir a su madre, mostrando unas monedas de oro, “las ha enviado el padre de José” y de inmediato recordó que un año atrás había oído lo mismo. En aquella primera oportunidad pensó: “¡Qué curioso! Los muertos no mandan monedas de oro”. Lo pensó y lo dijo, pero los niños, que son rápidos para captar las cosas, también aceptan con facilidad las explicaciones de los mayores. Y como a él le aseguraron que esas monedas de su padre las enviaba un tío que las había guardado, sólo le quedó aceptar: “Así deben ser las cosas”. Sin embargo, la segunda vez, a pesar de que formalmente siguió aceptando la palabra de su madre, comenzó a carcomerlo una subliminal perturbación que se avivaba en sus sueños, de los que despertaba agitado y confuso.

Fue un callado hormigueo interior que lo acompañó, intermitente, durante años y lo fue haciendo taciturno a tiempo completo sin que él se diera cuenta, hasta empujarlo a dejar el dialogante y colectivo juego de pelota para entregarse a la solitaria y silente pesca del salmón en el Bidasoa.

Esa pesca se fue transformando poco a poco de entretenimiento en trabajo. De eso vivía. También le sirvió para ganar trofeos deportivos.

Pero de pronto, intempestivamente, acabó su sosiego: los jinetes de la guerra se lanzaron a galopar por España y las tropas nacionales de Franco se asomaron al Bidasoa. El horror había comenzado en julio de 1936. José era un veintiañero y se alistó con las tropas nacionalistas de Euskadi. Poco duró la resistencia de los nacionalistas vascos en esa zona, invadida por un ejército regular, profesional, con bases cercanas. El grupo de gudaris (combatientes vascos) al que estaba integrado José no tuvo otro camino que internarse en los bosques, desde donde observaba al enemigo, a los nacionales, crecer en número y en implementos de guerra.

“Teníamos a los franquistas a tiro de fusil y los veíamos preparar sus alimentos, fumar, desnudarse y alejarse del pelotón para desahogar tripas y vejiga. También los observábamos pajearse con furor. Podíamos sorprenderlos, pero tenían una potencia de fuego diez veces superior a la nuestra. Decidimos entonces organizarnos para cruzar la frontera -o sea el río- y refugiarnos en Francia”.

Había que actuar con rapidez no sólo porque el contingente de los nacionales de Franco iba creciendo en número y armamento sino, además, porque los gudaris estaban prácticamente sin alimentos y apenas contaban con munición. La posibilidad de romper el cerco con sus armas era más que barranco en el camino.

El taciturno José y Juan -el cabecilla del grupo-, que eran grandes conocedores del lugar -ahí nacieron y esos montes habían sido el escenario de sus juegos de niñez- fueron escogidos, junto a otros dos, para que, enfrentándose a los franquistas, cubrieran la retirada. Luego se perderían los cuatro en el monte y se reunirían en un difícil paso de frontera, con señales incomprensibles para quienes no fueran euskaldunes(*).

Y al caer la noche así se hizo. El grueso de los gudaris pasó sin problemas el río, pues los nacionales, sorprendidos, tardaron en reaccionar y luego se hallaron a merced de los disparos del cuarteto que cubría la retirada.

Ya tarde, muy oscura la noche, los cuatro amigos, ligeros de armas y de equipaje, se encontraron en el punto previsto y se dispusieron a cruzar el río por un pequeño e improvisado puente. Pero al dar los primeros pasos les cayó una ráfaga de metralla. Cerca había un puesto de vigilancia franquista y no les quedó otro recurso que tirarse al río y dar unas brazadas en dirección a Francia sin mirarse entre ellos y sin cruzar una palabra. Al amanecer, José y dos de sus compañeros fueron llegando a la casa amiga donde todos habían planeado encontrarse. Estaban libres, sin salir de terreno euskaldun. Pero faltaba uno de los huidos, el íntimo de José y cabecilla del grupo. ¿Estaría muerto Juan, estaría herido? José decidió ir a buscarlo y todos los allí refugiados se prestaron a acompañarlo.

-Yo sé dónde debe estar -explicó José-. En una especie de cueva, en realidad un hueco en la ribera del río, que usábamos de niños cuando jugábamos a las escondidas.

-Pero -dijeron otros- nada podremos hacer hasta que no vuelva la noche. Si asomamos la nariz por el lugar durante el día nos barrerán como a moscas.

-Así es.

Esa noche José llegó al hueco, encontró a su amigo Juan, que estaba herido en una pierna, y lo arrastró con cuidado, internándolo en territorio francés, sacándolo de la mira de las armas franquistas. Juan se había vendado muy bien la herida con tiras de su camisa y tiritaba de frío no sólo por la fiebre.

Apenas dos años después de esta huida comenzaría la segunda guerra mundial, pero José ya no estaría para aventuras. Su madre, sus tías, toda la familia, amenazada por los franquistas, también había pasado la frontera y él debió trabajar para ayudar a los suyos. Hubo sólo un momento en que estuvo a punto de dejarse tentar por la Resistencia contra los nazis, pero tuvo la suerte de que su contacto, Juan, desapareciera en alguna prisión fascista el mismo día que debieron acudir a la cita con los maquis (guerrilleros en la Francia ocupada por los alemanes).

Conforme fueron creciendo y agobiándolo los trajines de la vida francesa, fue amenguando en José, sin que se diera cuenta, el asedio de las subliminales dudas que alimentaban la intranquilidad de sus sueños de niñez y juventud, pero no dejó de ser taciturno y se acentuó la melancolía de su mirada celeste. Sólo muy de vez en cuando se martirizaba pensando en cómo habría sido su padre y en pocas oportunidades se volvió a preguntar si los muertos podían enviar monedas de oro y no tener sepultura. Sin embargo, en su pecho, muy adentro, siguieron presentes sus dudas en más de una de sus vigilias.

Llegó la hora del matrimonio y éste se efectuó porque así lo dispuso la novia, otra refugiada que no era euskaldun, y más tarde llegaron los hijos y luego el yerno, tampoco euskaldun. La casa de su madre era su refugio, el contacto con sus raíces. También lo eran sus tías y el marido de una de ellas, la menor de todas y la más apegada a su madre, que era la mayor. Pero como que esas visitas a la familia le hacían revivir sus imprecisas dudas y sus vagas preguntas sobre las monedas de oro y la tumba que nunca le enseñaron, siempre inquietantes a pesar de las explicaciones que le habían dado y que acató porque así estaba educado: a obedecer a sus mayores.

Un buen día, poco después de volver a cruzar la frontera en sentido contrario y de instalarse en Irún, murió la ancianísima madre. Es la ley de la vida; pero el hecho entristeció aún más al taciturno José, quien recibió en herencia todo lo de ella, que era muy poco, a excepción de un cofre con papeles que la madre antes de morir entregó a la tía más cercana a José. En el cofre, entre algunos papeles sin importancia -viejas referencias al solar de la familia en Vera del Bidasoa- había una declaración que las tías conocían y sobre la cual habían guardado el más absoluto secreto durante años de años. Los años de la edad de José, quien se iba acercando a los ochenta.

El mismo día del entierro de la casi centenaria anciana, en la noche, la heredera del cofre le reveló por primera vez a su marido el contenido de la secreta declaración.

-No está bien lo que habéis hecho. Tienes la obligación de entregarle ese documento a José.

La reacción del marido fue severa e imperiosa. Para él habían cometido las mujeres un error imperdonable al haber tenido a José engañado toda su vida. Dijo error y no delito porque el tiempo y las penurias del destierro le habían ablandado el carácter, enseñándole a ser benévolo con su familia política, la única que le quedaba.

Así fue como cayó en manos de José la explicación a esas vagas y perturbadoras dudas que lo habían acompañado desde la niñez y habían hecho de su vida una carga abrumadora: el documento que sin muchas explicaciones le entregaron las tías era un testimonio notarial extendido en un remoto lugar de América, autenticado en el consulado español, por medio del cual, “satisfaciendo un deber de conciencia”, su padre -también José- lo reconocía como hijo. Estaba fechado muchos meses después de su nacimiento.

Todo quedaba aclarado. Nunca hubo accidente de caballo y no podía haber habido tumba cercana al Bidasoa porque, antes de que él naciera, el padre partió para América.

José Guridi, el padre, que no era de Vera, había hecho su servicio militar en la zona, arrullado en un viejo sueño: cruzar el Atlántico. Y del cofre aparecía la prueba de que no bien concluyó su obligación con el cuartel hizo realidad ese deseo. Era evidente que fue una determinación tomada ignorando el hecho que lo ataría a su “deber de conciencia”, a ese testimonio que llegaba a manos del hijo de manera tan dramática y tardía. No se encontró, sin embargo, carta o documento que revelara si el padre, algún tiempo antes llegado al Perú, convocó a la madre para que lo acompañara en su aventura americana y si esta se negó o no pudo hacerlo.

La extraña alegría que sintió al descubrir a su padre, aunque concretado el descubrimiento en apenas unos papeles, fue pronto seguida por un desasosiego intenso y constante por saber algo más de él: ¿dónde podría estar? ¿Cómo hallarlo?

-Pero, si vive, será un anciano de cien años.

El comentario de la mujer fue tajante y frío, mientras él siguió preguntándose por dentro: “¿Tendré hermanos?, pues seguro que el padre habrá formado otra familia”.

-Y si tengo hermanos, ¿cómo serán? -la pregunta fue hecha en voz alta.

Esta curiosidad sí avivó el interés de la mujer y de los hijos: “Tendrán que ser unos americanos ricos”. Era la costumbre.

Y toda la familia se puso en actividad.

La mujer conocía a un abogado o escribano -”es un enterado en estos asuntos”- y en busca de auxilio acudieron a él madre e hija, mientras José continuaba anonadado por el asombroso descubrimiento.

Pero en lugar de acercarse al pueblo de donde era el padre y su familia -consignado junto a sus apellidos en el testimonio dado “cumpliendo un deber de conciencia”-, el abogado o escribano aconsejó escribir al consulado español del lugar donde se había extendido el documento reconociendo a José como hijo, para que el cónsul averiguara el paradero de un hombre emigrado a aquel país ochenta años atrás, en la época de las carretas, cuando los microfilmes notariales no se conocían y ni siquiera figuraban en las alucinantes ficciones de Julio Veme.

La carta, redactada con muchas horas de dedicación y la asesoría legal del abogado o escribano, fue principalmente trabajo de la mujer, con la ayuda de la hija y el marido de esta. El hijo de José, el pobre, era minusválido. Hasta que, corregida en puntos y comas por el abogado o escribano, la carta fue depositada en el correo con destino al cónsul de España en un remoto puerto americano del Pacífico Sur, según dato descubierto en un mapamundi enorme que el dueño del bar de la plaza había heredado de un tío navegante. “En un mapa corriente no hubiera figurado ese puerto”.

Más fácil y más rápido para el esclarecimiento de lo revelado en el testimonio, otorgado “en cumplimiento de un deber de conciencia”, hubiera sido acudir al pueblo cercano de Oñate -especificado en el testimonio-, donde en los archivos de la parroquia aparecería la fecha del nacimiento del padre, el nombre del solar familiar y estarían consignados los principales pasos por América del emigrado, entre ellos la iglesia americana donde había contraído matrimonio, el nombre de la esposa y también, posiblemente, los de los hijos.

En avión partió esa carta al puerto donde el padre de José desembarcó varios meses después de haberse despedido de Berotegui, su casa familiar en Oñate, y seguido, cruzando tierras y mares, la larga ruta peruana que se acostumbraba en aquellos años en que el hombre todavía no había construido el canal de Panamá y estaba lejos de lograr su sueño de volar por los aires como un pájaro.

Al otro extremo del mundo había otro José, a quien una doméstica, muy temprano, le comunica que está al teléfono el señor Guzmán: “pregunta por usted”. Era el cónsul -en esos días reducido a vicecónsul honorario- de España en El Callao. Y el José del otro lado del mundo quedó intrigado.

“Lo conozco, pero hace años que no lo veo... ¡qué curiosa llamada!” Y respondió amablemente:

-Aló... sí, soy yo... ¡Hombre, sí! ¿Cómo no te voy a recordar?

Y el amigo y vicecónsul fue al grano:

-He recibido una carta de España, de la región de tu familia, que creo te interesará. Está fechada en Irún. Me piden en ella que averigüe por José Guridi, pero no será por ti, pues indagan por alguien de ese nombre que viajó al Perú hace más de ochenta años.

-Sí, mi padre -y comenzó José el del Perú a sospechar quién enviaba la carta, pues años atrás sus tías de Oñate y San Sebastián le hablaron veladamente de “un hermano que anda por Irún, por la frontera”.

Se lo habían dicho como si hubieran querido cumplir con una obligación moral y nunca más le volvieron a tocar el tema. Pero a él le quedó la vaga inquietud por conocer a ese hermano, que ahora se le aparecía por intermedio del vicecónsul.

-Acompaña a la carta el testimonio de ese José Guridi, el que emigró, extendido en El Callao, reconociendo a su hijo.

-Sí, se trata de mi hermano. Estoy casi seguro, pues algo de esto me habían hablado mis tías.

Y de inmediato le entró una enorme curiosidad por leer la carta y el documento.

-¿Hasta qué hora estás en el consulado?

Quería llegar de un salto al cercano puerto.

-No te preocupes, te envío los papeles enseguida. ¿A tu casa o a la oficina?

-Aquí, a mi casa. No me voy a mover.

Antes de que llegara el mensajero ya había decidido José el del Perú, qué hacer para comunicarse con el hermano aparecido mágicamente: llamaría por teléfono a su primo Esteban, en Rentería, para que averiguara el número de teléfono del hermano caído del cielo y así podría él darle la segunda sorpresa de su vida.

Por lo tanto, luego de haber leído y releído la escritura pública de reconocimiento, firmada por José Guridi en abril de 1914, y apenas hubo constatado, por los apellidos y el nombre del solar familiar, que el firmante era su padre, se comunicó con su primo Esteban, a quien le confió el hallazgo y le dio el encargo de conseguir de inmediato el número telefónico del José residente ahora en Irún.

La respuesta no tardó más de media hora y enseguida el José del Perú llamó al José del Bidasoa.

-Habla José Guridi, deseo comunicarme con José Guridi.

-Un momento... -respondió balbuceante y sorprendida una voz femenina

Tiempo después, igual que al día siguiente del encuentro telefónico, ninguno de los dos hermanos podrá recordar lo que hablaron en esa oportunidad, memorable para ellos. Sólo recordarán que lloraron y que José el del Bidasoa, en su emoción, luego de unas primeras frases en castellano se desató a hablar en euskera. No olvidarán que ninguno de los dos entendió lo que decía el otro, pues el del Perú apenas emitió algunas palabras sin sentido; pero que sí se hermanaron en las lágrimas.

Seguro que aquel día, entre otras cosas, pensaron decirse:

-Pronto, muy pronto, te visitaré.

-¿Cómo harás?

-Tomaré un avión como de costumbre, pues con frecuencia voy a Euskadi.

También debió intentar informarle el del Perú al del Bidasoa cuántos eran sus hermanos y cómo estaban repartidos por el mundo: la hermana menor en Roma, la mayor en las Misiones de África y el otro hombre en Nueva York.

-¿Ellos también vendrán?

-Ya les daré la noticia y se comunicarán contigo. Creo que la de Roma estará pronto por allá, quién sabe se me adelante, pues ella visita Euskadi con más frecuencia que yo.

Desde ese día ninguno de los dos hermanos durmió tranquilo. El descubrimiento de algo que sólo sospechaban o que quedó en rumor que no se quiso confirmar, los dejó estremecidos, deseosos de encontrarse, abrazarse y mirarse cara a cara

-¡Qué extraño! Los de Berotegui son todos morenos.

-El color sonrosado, los ojos azulinos y el pelo claro del aparecido le vendrán de la madre.

Esto conversaban dos señoras en la explanada o mirador de un restaurante, el Goiko Venta, en las alturas de Aran¬zazu, con el pueblo de Oñate a los pies, de donde eran vecinas de toda la vida -la vida de ellas y la de sus antepasados-. Conversaban a pocos pasos de los José, el del Perú -moreno- y el del Bidasoa -sonrosado-, quienes esperaban la llegada de más primos y parientes para celebrar con guiso de cordero y bacalao al pil-pil la aparición de José, el Guridi cercano que todos desconocían y del que sólo algunos , muy pocos, habían tenido vagas y antiguas noticias.

A esas horas tempranas los dos José integraban un grupo familiar, al frente de las dos vecinas que los espulgaban y que ya el día anterior se habían enterado, por correo de brujas, del aparecido.

Antes, José -el del Perú- se había acercado a ellas, para saludarlas, confirmarles los rumores y recibir su afecto, pues él era asiduo visitante del pueblo desde hacía muchos años, desde que descubrió el solar paterno. Pero este es otro

descubrimiento, en sentido contrario, que no viene al caso en esta narración de los dos José, quienes el día anterior, entre lágrimas y palabras que no significaban nada y en idiomas diferentes, se habían encontrado por primera vez. Esto ocurrió en casa del primo Esteban, en Rentería, cerca de San Sebastián, donde poco a poco y gracias a la ayuda de Esteban se logró que el del Bidasoa abandonara el euskera.

-Es que se me hace difícil hablarle a mi hermano en otro idioma que no sea el nuestro.

De ese emocionado primer encuentro se hablaba, humedecidos los ojos, entre los Guridis que llegaban y llegaban a la explanada del Goiko Venta. La charla era en sordina, de vez en cuando interferida por la voz estridente de la mujer de José, el del Bidasoa, y de la presencia desconcertada de sus hijos, sujetados a su lado. Hasta que, pasada la lista por Petra -la prima de Elgoibar a quien José, el del Perú, le dio el encargo de organizar la comida-, medio centenar de primos se sentó alrededor de la enorme mesa del comedor.

Ni el bacalao ni el guiso de cordero estuvieron secos. Fueron regados con mucho vino y hermosas canciones que José, el del Bidasoa, acompañó con voz muy entonada y potente. Fueron viejos cantos que añadieron más lágrimas a la reunión. Todos lloraban por las saudades que las letras despertaban, menos el José del Perú, que desconocía el euskera, pero que también lloraba de emoción al ver llorar a los demás y por sentir atávicamente los compases melódicos del zortzico (canción popular del país Vasco, frecuentemente entonada en las tabernas). Los hijos del otro José estaban como ausentes, bajo el control de la madre -muy pintada y vestida de colores llamativos-, quien hacía esfuerzos por confraternizar con el “americano” creyéndolo también al margen de las canciones.

Ya de noche y en embriagada procesión bajaron al pueblo todos los Guridis, cruzaron sus calles y al otro extremo, con José el del Bidasoa casi en hombros, volvieron a subir por el monte hasta Berotegui, la casa solariega de los Guridi. Y así, el aparecido José, ingresó por primera vez al hogar de su padre y pudo decir emocionado: “ahora mi dormir y morir serán tranquilos”.

José el del Perú quedó satisfecho de su tarea. Había cumplido un deber de conciencia al lograr que su hermano conociera sus raíces paternas y supiera que había muchos Guridis, parientes suyos, en las proximidades de Irún.

Durante varias semanas los hermanos que recién se encontraban, guiados por el primo Esteban, estuvieron confraternizando en comidas, cenas y paseos. Pero, con el tiempo, pasadas las euforias de esa primera visita, en lugar de que día a día se fuera estrechando la amistad entre ellos, día a día, vertiginosamente, se fue enfriando el calor intenso de las primeras horas, de ese abrazo largo, prolongado y lloroso que los estrechó al momento de conocerse cara a cara en casa de Esteban, el de Rentería.

¿A qué se debió tan rápido enfriamiento de unas relaciones que comenzaron con tan encendido cariño y ansias tan enormes de que no tuvieran fin?

José, el del Perú, lo sabe, pero no quiere expresarlo abiertamente, prefiere dejarlo adormilado en su subconsciencia. Se niega a decir, aunque lo sepa, que ni la mujer ni los hijos de José, el del Bidasoa, lograron sintonizar con los Guridi porque estaban demasiado distantes del mundo euskaldun. Había algo que los mantenía alejados, que los hacía diferentes. Un algo que José, el del Perú, no desea explicar y que su hermano, el del Bidasoa, acostumbrado por los años a la costilla que lo acompañaba y lo había vuelto más sumiso de lo que su propio temperamento le exigía, nunca se atrevió siquiera a sospechar.

Lo cierto es que poco a poco el contacto entre los hermanos -incluidos los otros tres repartidos por el mundo y que también viajaron a conocer al hermano aparecido- se fue debilitando. Las llamadas telefónicas desaparecieron prontamente, también pronto las visitas acostumbradas a Oñate del José peruano no se extendieron hasta Irún, sólo quedó por un tiempo largo el intercambio de saludos postales navideños y, menos largo, el de las conversaciones por teléfono entre José, el del Bidasoa, con el primo Esteban, el de Rentería.

Pero este alejamiento no significó que José el del Perú olvidara al hermano del Bidasoa. Al contrario, con mucha frecuencia en sus horas muertas se le venía a la memoria la figura bonachona de José, con su cara rozagante y su dificultad para comunicarse con él en castellano. En esas ocasiones recordaba sobre todo el paseo que hicieron juntos, él con su hijo Esteban -en ese entonces un niño-, el hermano aparecido en Irún y el primo Esteban. Recordaba el largo recorrido a pie por la ribera del río que fue escenario de la juventud del padre de ellos y abuelo del niño. Esteban, el primo, era el que, emocionado, exploraba los parajes que había frecuentado su tío Patxi; sobre todo fue emotivo cuando explicó:

-En algún momento el tío Patxi, que ahora de viejo ¡cojones! vengo a enterarme que se llamaba José, trabajó aquí, arriba, en una mina de cobre abandonada hace mucho tiempo.

Y enseguida insistió en subir al monte por senderos cubiertos de maleza, hasta llegar a claros en los que herrumbrosas máquinas mineras daban testimonio de que era verdad lo que decía, de que ahí hubo “una mina de cobre”. Repetía el primo de Rentería que una vez su madre le contó haber visitado a su hermano Patxi en esa mina.

-¿,Por qué Patxi? -preguntó el niño.

-Porque así se llamaba tu abuelo. Bueno, así se le conoce en la familia. Pero ocurre que en su partida de nacimiento y bautizo ha resultado que le pusieron los nombres de José, Francisco, Cándido. Y se ve que con el primero de estos nombres quedó registrado en el Servicio Militar y con él viajó por el mundo. Sería con el que terminó inscrito en sus documentos de identidad.

Fue un paseo hermoso por el paisaje, por el tiempo -no llovió- y por la dulzura como José el del Bidasoa contó sus aventuras „en ese río. Cuando relató la huida a Francia, escapando de la metralla, el niño exclamó mirando a su padre:

-El tío José ha tenido más aventuras que tú.

Esta frase entusiasta, de admiración por el tío lejano, se la grabó en la mente el José del Perú. Lo hizo con la satisfacción de ver al hijo integrarse al mundo de sus antepasados.

Al bajar de la mina, al primo Esteban se le ocurrió que el tío Patxi, en los días de licencia en la Mili, debió aprovecharlos para hacerse de algunos recursos extras con miras a su viaje a América.

Todo esto recordaban años después en su casa de Lima José el del Perú y su hijo Esteban, ya un joven quinceañero.

-Papá, el tío José lloró cuando visitamos esa mina abandonada. Tú no lloraste.

Siguió luego la charla de padre e hijo sobre otros temas. Esas horas muertas, muchas veces repetidas, las empleaban para intercambiar confidencias.

Pero de pronto, como si fuera cierta la comunicación telepática de los espíritus, volvieron a recordar al lejano José, llegado a sus vidas como por arte de magia.

Por el hilo telefónico, inesperadamente, se apareció el primo Esteban.

“¡Qué casualidad!”

Llamaba a José para comunicarle que su hermano José había muerto y que había dejado una nota para él, escrita en euskera y que en español decía:

“Muero en paz porque conocí Berotegui, la casa del padre, de todos nosotros”.

También José, el del Bidasoa, cumplía con su deber de conciencia y Esteban, el hijo, comentó:

—Ves, papá, el tío José fue más cumplido que tú.

—Yo todavía no pienso en morirme y no sabes lo que siento.

Ese día el hermano del Pacífico, a escondidas, lloró a lágrima viva, lloró mucho, con un sordo remordimiento.

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

miércoles, 19 de diciembre de 2012


ES CUENTO LARGO
Por Francisco Igartua

“Recordando a Injoque, Esterripa y otros gráficos de nombres olvidados con los que solía amanecerme en aquellos viejos talleres de La Victoria con olor a tinta y a plomo”

-¿No ha venido el gordo Gálvez? ¡Qué raro! Él casi nunca falta aunque con frecuencia llegue ojeroso.
-Llamó su mujer. Dice que está enfermo, en cama. -Bueno, que lo reemplace Chamochumbi.
-Pero si el Chumbi es sólo ayudante...
-¿Acaso no está él al comando de la impresora cada vez que el gordo Gálvez se va al baño para leer Deportes? Y eso es frecuente.
-Bueno, sí... Pero no es lo mismo dejar correr el papel que ajustar las planchas en la máquina y poner la impresión a punto.
Esta conversación ocurría en la puerta de las oficinas del directorio de la empresa. El propietario y principal directivo estaba recostado en la pared con una rodilla alzada y la suela del zapato apoyada en el muro blanco. Dialogaba con Jacinto, el regente de la imprenta, entrometiéndose en asuntos que no le correspondía resolver. Pero así había sido siempre. Era un periodista -ante todo y sobre todo periodista- cuya vocación nació al embrujo del olor a tinta de imprenta y que jamás olvidó su pila bautismal. Nunca dejó de estar presente en el taller a la hora del cierre de las ediciones. Antes, en imprentas ajenas, ahora en la suya, en la de su propiedad. Hazaña que pocos periodistas podrían exhibir.
-Don Pedro, quite el zapato de la pared.
-Hombre, gracias -y don Pedro se puso firme como un soldado y Jacinto, el regente, sonrió y añadió:
-Si no ¿cómo haremos para que los demás no hagan lo mismo?
-Tienes razón. Si nos descuidamos esta imprenta será pronto una inmundicia como las otras. Haces bien, pues; aquí las órdenes son para todos por igual. Y a otra cosa: vamos a hacer un cambio radical. Ya no habrá un salario para fulano y otro para mengano. Haremos una escala no por personas sino por el puesto que se desempeñe. El salario del maquinista, por ejemplo, será 80, el del primer ayudante 50 y el del segundo 30. De esta manera si el gordo Gálvez se enferma, lo reemplaza Chamochumbi con el sueldo de maquinista, sin que se afecten los ingresos de Gálvez. Habrá premios, claro está, por antigüedad, calidad y experiencia, por ajustes de impresión, etc...
Jacinto lo miraba desconcertado.
-Más todavía, Jacinto. Tampoco habrá distingo entre obreros y empleados. Si la ley señala un mes de vacaciones para los empleados y quince días para los obreros, aquí todos gozarán de un mes libre y pagado... Y así en lo demás...
-Pero, don Pedro, no creo que la gente entienda.
-¡Cómo no van a entender! Todo el mundo entiende cuando sale beneficiado. Y aquí el embudo lo vamos a poner al revés... Bueno, no... Lo vamos a eliminar. Vamos a igualar los derechos. Y, claro, los mayores egresos los cubrirá la mayor productividad, y en caso necesario, la reducción de utilidades. Por lo demás, esta empresa no ha sido montada para ganar plata sino para financiar el periódico. (En esa su imprenta don Pedro editaba su periódico, fundado por él mucho antes de levantar ese edificio y los talleres).
-Si usted lo dice.
-Déjate de ustedes y mañana reúne a todo el personal aquí, en mi oficina.
Al día siguiente todos los trabajadores de la empresa, desde los porteros, secretarias y oficinistas hasta el último obrero del taller se aglomeraron en la limpia y ventilada, modernísima, oficina de don Pedro. No faltó nadie. Ni siquiera el gordo Gálvez, arrinconado en una esquina y con cara de mala-noche más que de enfermo. A pesar de haber pasado un día en cama, su perseguidora estaba a la vista... Sudoso, de pelo y bigotes muy oscuros, ojos inquietos y también negros, Gálvez era el prototipo del criollo costeño, vivaz, despierto como mosca en verano, inteligente y gran conocedor de su oficio, por práctica ná por dedicación ni estudios. Su gordura no era adiposa -había sido bien plantado de muchacho- sino producto de la cerveza y los buenos churrascos montados por dos huevos, con arroz y choclo y su plátano frito. Era muy joven cuando, siendo aprendiz de maquinista, conoció al entonces también joven Pedrito, aprendiz de periodista, apodado “Juanito Pino” por el “doctor Fomeque”. En aquella época habían chupado juntos más de una vez en los bares de La Victoria y sus caminos estuvieron siempre entrecruzándose en las imprentas y en las sopas de cordero de las madrugadas bohemias. Se conocían, pues, de toda la vida y existía una fuerte simpatía entre ambos, aunque la viveza criolla de Gálvez no dejó de lado la discreción en el trato. Nunca abandonó el usted al dirigirse al periodista y luego al “amigo-patrón”, a pesar de los reclamos para el tuteo del viejo camarada del papel y la tinta; y jamás olvidó el don. Don Pedrito en los lejanos años del aprendizaje y después don Pedro, en los tiempos patronales de este.
Dirigiéndose amistosamente a Gálvez y a otros viejos camaradas de tensiones políticas y malas noches de trabajo -regadas de alaridos con ajos y cebollas-, don Pedro explicó el cambio que quería darle a la empresa, para que esta fuera una comunidad laboral lo más igualitaria posible, en la que los trabajadores, fueran de oficina o de talleres, tuvieran participación en la dirección y, lógicamente, en el reparto de los beneficios... Sí se requería mejorar la calidad de las impresiones y para ello habría que contratar a un hombre con experiencia, conocedor de las últimas innovaciones en las artes gráficas. Explicó que debía venir de un medio desarrollado y que él ya había iniciado tratos con un amigo en su último viaje a Europa. La comunidad que él proponía iba a ser algo inédito en el país.
-Sin embargo, habrá que vencer una gran dificultad para alcanzar nuestros propósitos -él daba por descontado que los trabajadores aprobarían su propuesta-. Esa dificultad vendrá del directorio de la empresa. Me será muy difícil convencer a mis amigos empresarios de la bondad de estas innovaciones. Me harán la guerra... pero yo cuento con el control de la mayoría de las acciones y las acciones mandan en el mundo capitalista... Ahora me interesa la opinión de ustedes: ¿Qué dicen? ¿Cuáles son sus comentarios? Piensen que ahora no sólo recibirán órdenes sino que también tendrán que ser consultados y escuchados y, por lo tanto, asumir responsabilidades.
Como el discurso estuvo dirigido casi todo el tiempo en dirección a Gálvez -gesto natural, producto de la mutua confianza, y no usado como recurso político-, fue el gordo Gálvez el que respondió aprobando con fervor lo que don Pedro proponía y al instante lo siguió con entusiasmo la mayoría... Hubo algunos, muy pocos, que callaron desconcertados. La propuesta no estaba en el libreto que el joven e inteligente Ratamozo había recibido de sus jefes políticos cuando, hacía pocas semanas, se fundó en la imprenta una célula comunista. Ratamozo, en quien don Pedro confiaba como futuro líder del taller, también fue escogido por los camaradas comunistas como cabeza del grupo que captaron mientras estuvo editándose en la imprenta un libro histórico sobre las luchas sociales en la época de Marx y Engels.
Jacinto, el regente, observó todo con gran escepticismo, quién sabe a un mayor que el que mostraría el directorio -un directorio de amigos personales de don Pedro y sin mayor compromiso económico con la empresa-, pero no quiso contrariar a su jefe, a quien estimaba y admiraba. Y calló.
Tal como Jacinto lo tenía previsto, el entusiasmo de los trabajadores no duró mucho. A las pocas semanas, bajo presión de la Federación Gráfica, un grupo de obreros en el que, por estrategia, no figuraba Ratamozo, planteó la necesidad de formar un sindicato en la empresa.
Era la respuesta política a lo que la Federación, controlada por los comunistas, entendió como una maniobra patronal... La dirigencia de los gráficos no podía responder de otra manera al planteamiento del periodista metido a empresario.
En menos de tres semanas, casi por arte de magia, se había resquebrajado la extrema cordialidad que siempre había existido entre don Pedro y sus obreros, cordialidad que explicaba por qué nadie había pensado antes en sindicalizarse. Y esto ocurría, extrañamente, justo cuando él proponía cambios sustanciales que daban participación a los trabajadores en los beneficios y gestión del negocio. Planteamiento que no sólo le parecía ajustado a sus ideas de armonía social sino que le permitiría dedicar más tiempo a la dirección del periódico que él editaba e imprimía allí, en el edificio y talleres que su empeño había levantado. Su vocación era el periodismo y no ambicionaba ser un rico imprentero. Sí sabía que la imprenta le daba autonomía económica y que con ella lograba la independencia que todo periodista requiere doblegarse frente al poder. (En aquellos tiempos la posesión de taller e impresora no sólo aseguraban ingresos extras sino que eran garantía contra sabotajes del Estado o de los enemigos políticos).
-¿Qué puede haber sucedido? ¿Qué habré hecho mal? -se preguntaba y repreguntaba don Pedro y no encontraba respuesta.
¡Qué extraño! En el preciso momento en que, a pesar de las opiniones contrarias expresadas en el directorio por sus amigos, él había impuesto un nuevo orden laboral, que hacía a los trabajadores socios de los accionistas... ¡los trabajadores exigían se formara el sindicato de la imprenta!
-Pero si aquí nunca hubo sindicato porque a todos les parecía innecesario, ya que jamás existieron diferencias laborales de importancia... ¿Por qué ahora?
-Porque se les ha hecho creer -le respondió Jacinto-que los cambios que usted ha puesto en marcha están dirigidos a que no se forme el sindicato, que es la única arma de lucha que tienen los trabajadores. Que lo planificado por usted es un engaño, porque es algo que ahora se da y mañana se quita. No como las conquistas sindicales que quedan garantizadas por ley.
-Pero ¿cómo pueden haber creído que mi propuesta es un engaño? ¿Acaso no me conocen? Con algunos de los operarios tengo trato y amistad de veinte años... y más todavía... ¡Y yo nunca impedí que hubiera sindicato!
-No deberían, pero dudan; y se han convencido de que más les conviene estar con la Federación. Se les ha hecho creer que la única y verdadera defensora de sus derechos es la organización sindical. Que todos los patronos son iguales y que usted no es distinto. Al contrario, lo que usted se propone -dicen los cabecillas- es eliminar con mayor astucia que otros el movimiento sindical.
-Pero si la paz social le resta importancia al sindicalismo al que jamás me opuse, ¿por qué no vamos a preferir la paz social? ¿Por qué no podemos hacer de los asalariados socios de la empresa?
A don Pedro, a pesar de que captaba perfectamente, el contenido político de la respuesta obrera a su nuevo orden, se le hacía difícil entender y aceptar la realidad... Una realidad insospechada, pues ni siquiera Jacinto estaba enterado da la célula que el Partido Comunista había sembrado en la imprenta... Tampoco intuía don Pedro el cuento largo, larguísimo, de nunca acabar, en el que se transformaría desde ese Instante su aventura de la imprenta, aventura que había nacido como un triunfo profesional inigualado en el país.
No podía oponerse don Pedro a la formación del sindicato  y se esperanzó en que, como de costumbre, por reacción espontánea de los trabajadores, los proponentes perderían votación general que la ley exigía para establecerlo, Pero sus esperanzas naufragaron por culpa de la confianza que le tenía a Ratamozo y por el éxito que éste tuvo en el neo proselitismo que desarrolló entre los trabajadores manuales. Situadas así las cosas, el solapado agente rojo obtuvo fácilmente una primera victoria: logró convencer a don Pedro para que la sindicalización se circunscribiera a  los obreros taller, que es donde había abonado el terreno la célula comunista. Los empleados quedaron excluidos de la elección, por lo que ésta resultó siendo un simple trámite para dar pase al sindicato obrero.
Más tarde, con la directiva del sindicato ya establecida, con Ratamozo a la cabeza, se le planteó a don Pedro la primera de las grandes disyuntivas que harían cuento largo su aventura empresarial:
-Joan -el perito en artes gráficas contratado por él en Europa- ha faltado gravemente al maquinista Carranza y el sindicato ha decidido declararlo extranjero indeseable, por lo que no se le permitirá ingresar al taller.
Quedaba así don Pedro colocado entre la espada y la pared: ¿cómo romper la palabra dada a Joan?... a pesar de que sí lo merecía, no por él sino por su impresentable mujer, con chapas, cejas y pestañas postizas, vestidos de colegiala, voz atiplada e incansable en decir bobadas a chillidos. ¿Cómo incumplir el contrato firmado por dos años? Y, en contrapartida, ¿cómo enfrentarse al sindicato sin romper la paz social en la imprenta? Tampoco tenía sentido arreglárselas para que Joan cumpliera su trabajo desde las oficinas, sin ingresar al taller.
-Oye, gordo, ¿a qué se debe el pleito con Joan? -Insultó a Carranza -responde el amigo Gálvez. -¿Qué le dijo?
-No sé, pero todos dicen que lo insultó.
-Y tú ¿qué dices?
-Bueno, usted sabe don Pedrito -se acordó de los viejos tiempos- que las cosas están movidas en el taller y yo prefiero no meterme en líos. Vivo de mí trabajo.
Quiso replicarle “¿quién te contrató y te aguanta?”, pero prefirió callar. La suerte, sin duda, estaba echada contra él... Ni siquiera podía contar con el gordo Gálvez... A pesar de ser una gran injusticia la decisión, ya que una necesaria llamada de atención no es un insulto, Joan tenía que hacer maletas y volver a su país. Pero no partiría con las manos vacías: recibió la indemnización que le garantizaba su contrato y que empobrecía las arcas de la imprenta, ya muy golpeada por sucesivas alzas del precio del papel y por una -ingeniosa- picardía del sindicato: tiempo atrás, a pedido de los obreros y con acuerdo de todo el mundo, se convino en reducir a media hora el tiempo del refrigerio. Decían los obreros que así, en la tarde, saldrían de sus labores con luz del sol... detalle importante por lo desolado de la zona donde se levantaba la imprenta.
Fue un acuerdo verbal pactado cuando la cordialidad y la cooperación era lo normal en la empresa. Y ahora el sindicato “descubría” que con sólo media hora de refrigerio debería haber regido el horario corrido, o sea de seis y no de ocho horas. ¡Hubo que pagar esa picardía de dos horas extras multiplicadas por algo así como 450 días! ¡El sindicalismo tramposo demostraba su eficacia!
Esto ocurría en un país que estaba probando la aventura de los cambios radicales, esos cambios que inspiraron la vieja maldición china: “Te deseo que vivas en tiempo de cambios muy profundos”.
Y en ese proceloso mar navegaba el periódico de don Pedro, quien ya había comprendido, desde hacía rato, que periódico e imprenta se hallaban en el mismo barco y que las presiones en la imprenta -en esta oportunidad sindicales porque era rojo el signo militar de entonces- iban dirigidas a exigir “buen comportamiento” al periódico... Una exigencia imposible de conciliar, pues el concepto gubernamental de “buen comportamiento” es siempre diametralmente opuesto al del periódico y al de sus periodistas. Por lo que la tensión terminó estallando en rápidos y dramáticos sucesos: “los trabajadores”, azuzados por el gobierno de los cambios profundos y orientados por las organizaciones comunistas, aliadas del régimen, asaltaron la imprenta, tomaron de rehenes a tres miembros del directorio y exigieron, a cambio de ponerlos en libertad, que se les vendiera la empresa a un precio señalado por ellos y que se pagaría con letras que le entregaron al abogado de don Pedro... Mientras tanto, el periódico no arrió banderas y logró entregar al público varias ediciones. Lo tuvo que hacer fuera de sus talleres, corriendo de imprenta en imprenta, pues la policía terminaba amedrentando a cada uno de los impresores que le abrían sus puertas... Hasta que, cumpliéndose el rito de los cambios muy profundos, don Pedro fue detenido y enviado por la fuerza a remotas tierras, al destierro, siguiendo el destino de millares de compatriotas que no entendieron las bondades ni las profundidades de los cambios que les tocó vivir... Y la policía, para no dejar rastro del abuso, asaltó las oficinas del abogado y se robó las letras del simbólico pago. Pago vil que jamás pasó de ese letrado “gesto”, borrado por los sabuesos del cambio profundo.
Así concluye el primer tramo de este cuento, titulado por Valle Inclán con lo de “cuento largo”; mejor dicho, titulado así por estar presente en la memoria del relator del cuento una de las piezas teatrales de don Ramón, iluminada como toda su obra por un esplendoroso castellano. En ella Valle Inclán hace que uno de sus personajes, un sindicalista, responda con un simple “es cuento largo” a la inquietud de los amigos que le preguntan por los años de prisión que acababa de sufrir por su generosa y valiente entrega a favor de la revolución de los cambios muy profundos. Profundidades a las que parece apunta la refinada maldición china, pues en la profundidad y no en los cambios estaría el motivo de los desastrosos desequilibrios que ésta promete y cumple.
Pasaron los años, años de desconcierto y desastre en el país, de ensayos fallidos, de fracasos mayúsculos, de miseria repartida en cantidad. Hasta que llegó el tiempo de las rectificaciones. Al comienzo, durante varios años, estas fueron prudentes, pero luego fueron acelerándose y acelerándose... hasta acabar en cambios profundos de signo contrario, en un carnaval irresponsable que favoreció a algunos áulicos y fue desastroso para el país y para la mayoría ciudadana; para luego caer en un orden estricto en beneficio de los ricos y de los insaciables acreedores internacionales. Al hombre pareciera complacerlo, igual que a los niños, el peligroso balanceo del columpio llevado al límite del vuelo.
Pero no apuremos los calendarios. Retrocedamos al tiempo en que don Pedro volvió del destierro, en la época de las prudencias iniciales. Lo primero que se le ocurrió fue acudir a la Justicia, con la esperanza de lograr se le restituyeran los bienes que le habían sido incautados de tan mala manera. No le interesaban resarcimientos que estaba seguro no le concederían a él, un disconforme casi profesional que disparaba a la redonda. Sí creía que lograría un mínimo de justicia, devolución de lo suyo, en un asunto por de más claro... Pero se equivocó de medio a medio, estrepitosamente.
Reunir los infinitos requisitos legales para iniciar la acción judicial fue tarea larga, de muchos meses: firmas, poderes, copias de los registros, testimonios, probanzas, fotografías del atropello, etc. Pero, por fin, se logró iniciar el proceso. Y así quedó, iniciado... a la vez que paralizado durante incontables meses debido a lo que sería una crónica desvergüenza judicial: El primer juez, el que abrió la causa, se asustó de inmediato por las reacciones sindicales que produjo la demanda de don Pedro y, también de inmediato, salió de vacaciones; al segundo juez -y esto se hizo permanente- lo corrió el editorial, a página entera, de un poderoso diario que mendigaba el favor sindical de izquierda y señaló a don Pedro como enemigo de la clase trabajadora; el quinto, el noveno o el décimo juez -nadie recuerda ya cuál de ellos- se atrevió a convocar a Junta General de Accionistas de la empresa. El pedido lo había hecho con suma habilidad el abogado y amigo de don Pedro, el doctor Carlos Zárate, quien había tomado la posta del primer letrado, al que la policía de los cambios muy profundos le secuestró las letras impagas, y que había fallecido varios años atrás.
-De esta no se escapan estos granujas. Ya está hecha la convocatoria del juez y allí estarán todos ustedes con sus acciones en la mano.
-Pero... y si hay otro editorial.
-El juez está obligado por ley a acudir a su propia convocatoria, las campañas de prensa no pueden doblegar a la justicia.
-Bueno, así será, Carlos -replicó a su amigo, aunque incrédulo, don Pedro. (Esta danza y contradanza judicial duraba ya dos años y cada juez, con su escribano, significaba una gruesa propina).
Y el día señalado para la reunión de los accionistas con el juez, el diario que adulaba a los sindicatos salió con el editorial enorme, a página completa y letras negras, amenazando con que habría muertos y heridos, como lo ocurrido meses atrás en una fábrica de jabones, si el juzgado intervenía en el caso de la imprenta de don Pedro.
La citación era para las once y media y la hora se había cumplido. Estaba presente el 92 por ciento de las acciones. El doctor Zárate, sonriente, repetía:
-El juez ya debe estar llegando. Ayer me confirmó que vendría.
Don Pedro no estaba tan seguro. “Después de ese editorial”.
Dieron las doce y seguía sonriendo el doctor Zárate. Él conocía bien la impuntualidad de los jueces... El reloj señaló las doce y media y ya el abogado empezó a dejar de sonreír... A la una, con excepción de algunos optimistas indoblegables, la mayoría, con el doctor Zárate a la cabeza, ponía cara de luto... Y a la una y media el duelo era total.
El juez no llegó... y la frustrada Junta General de Accionistas, con el abogado de sacerdote fúnebre, fueron a llorar sus penas a un restaurante cercano.
-¿Qué me dices, Carlos?
-Que no entiendo, Pedro. Un juez no puede hacer lo que éste ha hecho.
-Pero lo ha hecho, como lo hemos comprobado. Dejando estupefactos a Pierre y Clodine, mis amigos franceses que en estos días visitan por primera vez el Perú y que invirtieron unos francos por ayudarme en lo de la imprenta, sin ubicar muy bien en el mapa el país donde se haría la inversión. Por más que les explico no llegan a entender lo que ha ocurrido con sus acciones.
-Sin embargo... -y cortó el tema- ¡Cuidado que ahí vienen! Don Pedro y el doctor Zárate habían hecho un aparte en una esquina.
-¡Nada de cuidado! Explícales lo inexplicable. Sobre todo lo del asalto a la fábrica con muertos y heridos... porque ese episodio, junto al infalible editorial del periódico, los tiene intrigadísimos. No conciben que sea realidad... ¡Pierre, Clodine! ¡Acérquense!... el doctor Zárate les aclarará los hechos que ustedes no llegan a entender y que no creen ciertos a pesar de estar viéndolos.
Los franceses, con los ojos en blanco de tanto abrirlos, escucharon, siempre incrédulos, que en cierta ocasión -algo así como dos años atrás- una fábrica de jabones que debía ser intervenida judicialmente por decisión de un fallo inapelable fue escenario de un baño de sangre...
-Pero ¿cómo?
-Muy simple. El juez llegó a cumplir su mandato acompañado de la policía. Estaba muy seguro de su autoridad y, confiado en el respaldo armado que lo seguía, tocó sonoramente la puerta... y de lo alto le llovieron todo tipo de contundentes proyectiles que le partieron la cabeza. Ensangrentado, el juez escapó de la trifulca y acudió a atenderse a la Asistencia Pública... Pero la policía, que también sufrió algunas bajas por los ladrillazos que le lanzaban de arriba, decidió imponer la ley y arremetió contra el local donde se atrincheraba medio centenar de obreros liderados por el joven Néstor Serpa, futuro comandante terrorista. La batalla fue campal y concluyó con varios muertos y muchos heridos... El juez, con la cabeza parchada, dio por concluida su tarea del desalojo y otro colega ordenó el levantamiento de los cadáveres. El episodio quedó gravado con signo opuesto en cada uno de los extremos del espectro político... Y a este hecho sangriento aludía el editorial del diario que se oponía a que el periódico de don Pedro recuperara su edificio y sus talleres. Amenazaba con que aquel episodio volvería a repetirse, y en grande, si cualquier tribunal o juez se atrevía a hacer justicia a un periódico que, en teoría, venía a ser colega del diario que publicaba los editoriales, a página entera, a favor del despojo.
Pierre y Clodine, después de este relato, entendieron aún menos lo que estaba ocurriendo con sus acciones en el lejano país que recién visitaban.
-Desgraciadamente, todo es tan cierto que parece mentira -comentó don Pedro recordando un dicho provinciano.
Las espantadas de los jueces, que no estuvieron dispuestos a repetir el cruento suceso de la fábrica de jabones -pero que sí recibían aliento metálico de don Pedro-, fue apenas prolegómeno de lo que vendría más tarde, de nuevos y nuevos capítulos de este cuento largo que nunca acaba.
Cuando ocurrió el cambio de gobierno por la vía democrática de las elecciones, se abrieron esperanzas de que los atropellos cometidos contra los periódicos por el régimen de la revolución profunda serían enmendados, y devueltas sus propiedades a las empresas confiscadas. La promesa sonaba a cierta y la alegría fue contagiosa. Don Pedro respiró tranquilo y se hizo la ilusión no sólo de que recuperaría su imprenta sino de que se liberaría de la lenta y cruel tortura judicial. ¡Adiós al fantasma de los recursos, oficios, expedientes, poderes, registros públicos, fallos que nunca se emiten y carrusel sin fin de costosas esperanzas siempre frustradas!
La promesa se cumplió. A todos los expoliados se les devolvieron sus bienes y casi todos recibieron una reparación sustanciosa por los perjuicios sufridos... Sólo hubo una excepción, una sola: Don Pedro. En nada fue reparado y no recibió siquiera una explicación por la distinción que se le hacía.
-Y a mí ¿por qué no?
-No sé... Presenta un recurso pidiendo que se aclare tu situación. (Todos estos tratos los hacía don Pedro con gente a la que consideraba amiga).
De primer momento estuvo tentado de no hacerlo, pues sintió el pálpito de que le iría mal en su reclamo. Pero, tozudo como pocos, se empecinó en no creer en la hipocresía de aquellos que deberían responder a su reclamo. Y pidió la aclaración.
La respuesta, muy pulcra, confirmaba lo que otros, no tan amigos, le habían advertido:
-Olvídate de reclamar, no te van a hacer caso. No pueden quererte porque en el pasado fuiste muy duro en tus críticas a ellos y buscarán cualquier pretexto para justificar la excepción que hacen contigo. Dirán, por ejemplo, que como has recurrido al Poder Judicial ese es el Poder que debe resolver tu problema, no el Ejecutivo.
¡Ni que hubieran sido adivinos! Lo que le anticiparon estos fue exactamente lo que alegó, aunque en lenguaje sibilino, el documento de rechazo oficial a su reclamo: concluía en que “el Ejecutivo del régimen democrático, respetuoso del ordenamiento jurídico del país, no puede interferir en las competencias de otro Poder del Estado”... y enviaba a don Pedro a seguir pudriéndose en los infinitos y costosos vericuetos de la hermenéutica judicial. Lo condenaba a seguir arropándose en la frase del personaje de Valle Inclán: “es cuento largo”.
Y así recomenzó su batalla judicial. Otra vez los escritos interminables, los jueces a los que hay que redactarles la sentencia que no firmarán porque saldrán de vacaciones...y otra vez recolectar los nuevos poderes para representar a los ausentes.
-¡Queeé!... ¿Por qué?
-Pues, porque han cambiado las normas y ahora el poder debe especificar el objeto preciso para el que ha sido conferido. Ya no se acepta el poder genérico por muy total que éste sea. Y, como siempre, es la dupla matrimonial la que otorgará el poder.
-¿Y cómo hago con Pierre y Clodine que se han divorciado y no se pueden mirar?
La desolación de don Pedro ante el doctor Zárate es patética, pero el optimismo del abogado le levanta el ánimo:
-Hay que escribirle al cónsul en París para que los invite a firmar en distinto día o que cada uno te dé poderes por separado. Ahora lo que necesito es tu firma para este nuevo recurso.
-¿Y por qué no me falsificas la firma y me libro de esta estúpida tortura de las infinitas e inútiles firmaderas? Así podrás actuar sin la demora de tener que buscarme.
Y así se convino. Don Pedro sólo firmaría documentos de importancia y se liberaría de la agotadora papelería del juicio de nunca acabar. Estaría limitado a seguir cubriendo los gastos infinitos.
Pasaron los años, muchos años. Don Carlos, el abogado, había envejecido y tenía que ayudarse con un bastón para caminar. Ya no podía subir las escaleras del Palacio de Justicia, esas escaleras que años antes transitaba saltándose más de un escalón. Don Pedro se mantenía en forma, pero el tiempo se dejaba sentir con agudos dolores en la cintura. Y el diagnóstico era: “¡Eso es ciática o sea vejetud!”
Un día de mayo, acabada poco antes una de las muchas huelgas judiciales ocurridas en aquellos veranos, el doctor Zárate llamaba como de costumbre -una ya muy vieja costumbre- a su fatigado cliente. Pero esta vez tenía información muy importante.
-¿No me digas?
-Sí, como oyes, mañana o pasado fallará la Suprema. Y no hay duda de que el fallo nos será favorable. Dos de los vocales ya vieron nuestro asunto, hace años, cuando eran vocales de la Corte Superior y nos dieron la razón.
-Habrá que celebrarlo.
-Mejor todavía no. Esperemos el fallo.
La noticia, totalmente inesperada, levantó el ánimo de don Pedro, que ya se había desentendido de la incansable danza judicial alrededor de la imprenta, de la que seguían viviendo opíparamente los usurpadores. Lo de “habrá que celebrarlo” le había salido espontáneamente. Sin saber bien por qué, esta vez sí creyó que el rescate de la imprenta estaba cerca. Y sería oportuna ya que el periódico requería en esos momentos una urgente inyección económica, pues la crisis del país, como siempre, se dejaba sentir en el avisaje, que es lo primero que las empresas recortan de sus gastos en momentos de vacas flacas. Y la crisis nacional, que era de toda la región, se estaba haciendo larga y cada vez más aguda. Así, pues, con los problemas económicos del periódico al rojo vivo ¡cómo no celebrar la recuperación de la imprenta!
Sin embargo, al día siguiente no hubo fallo supremo ni tampoco al otro día.
-No te preocupes, mañana o pasado, esta misma semana, lo podremos celebrar.
Pero don Pedro sí se preocupó porque se terminaba la semana y ¡nada!... Y la semana acabó y se inició otra y siguieron esperando... Hasta que ¡por fin! la montaña parió. Pero ni siquiera parió un ratón.
-Un ratón habría sido algo -le replicó don Pedro al abogado-, y algo hubiera sido un auxilio para el periódico.
Parió, o sea hubo ¡una mayúscula lavada de manos de categoría suprema!
Según la prudente Corte de los ancianos, el expediente debía bajar a primera instancia, todo volver a fojas uno, porque el poder de Pierre a don Pedro para que lo representara no existía, no figuraba en el expediente. Allí sólo estaba el de Clodine.
La infausta noticia se la daba por teléfono el abogado  a don Pedro... Y horas después el doctor Zárate, de pie, apoyado en su bastón, no sabía qué hacer para calmar a su amigo, que chirriaba de indignación. Estaban en el estudio, donde don Pedro había acudido hecho una fiera, mostrando un sobre vacío, carcomido por el tiempo, y un clip herrumbrado que sujetaba una tarjeta. Una tarjeta de Pierre en la que le decía “espero que este poder te sirva en tu eterno litigio”.
-¡Cómo que no existe ni ha existido el poder de Pierre! En la tarjeta está la fecha de cuando, hace años, tuvo que renovarse el poder y es delirante pensar que el poder fue retirado del sobre y echado al tacho de basura y no entregado al juzgado, a ese mismo tribunal de los dos supremos que ya vieron el caso y nos dieron la razón.
Pero la, furia de don Pedro, queriendo trepar paredes, no tenía cómo conmover a los prudentes y severos ancianos de la Corte. No estaban ellos presentes en el estudio del doctor Zárate y, por lo tanto, no lo veían ni podían escuchar sus lamentos. Pero él sí los veía, en esos momentos los tenía delante de sus ojos desorbitados, y los llenaba de imprecaciones y los insultaba con lo de ¡ancianos!, ¡vejestorios!, sin darse cuenta que esos supremos no eran mayores que el doctor Zárate y algunos hasta menores que él mismo.
La cobarde prudencia, sin lugar a dudas, tenía que haber sido la consejera de la suprema lavada de manos, pues don Pedro seguía siendo mal visto en las alturas del poder y en las bajuras sindicales, amparadas en el poderoso periódico de los editoriales a página entera contra el periodista atropellado.
Como en las novelas de Dumas, veinte años después del día de la toma, asalto o captura de la imprenta por los “trabajadores”, se reiniciaba la historia. Aunque al revés: no salía liberado don Pedro para vengarse sino que lo volvían a encadenar al juicio que lo martiriza, al “cuento largo” que nunca acaba.
Sí, aunque nadie lo crea, el cuento de don Pedro no tiene todavía fin.
Murió el fiel amigo Zárate y lo sucedió en la defensa de la parte desamparada de este cuento su asistenta, la doctora Constantina; a don Pedro le tocó el tiempo del bastón y la ciática constantes; y volvió la danza de los jueces ya listos a dictar sentencia, pero que de pronto salían de vacaciones; de los recursos que se perdían y había que volver a redactar, firmar y de nuevo presentar; de las visitas a los registros públicos y, ahora, a los archivos judiciales donde había ido a parar el expediente, que creció y creció hasta que se hizo montaña de papel perdida en el archivo, “provisional” de acuerdo a las modernidades del nuevo régimen. Hallarlo en el laberinto de expedientes de esa cueva húmeda y oscura que era el archivo “provisional” fue toda una hazaña de la doctora Constantina... Y así el juicio pudo continuar su proceloso viaje por los tribunales de Justicia.
Hasta que ¡por fin! veinticinco años después del inicio de esta historia el expediente volvió a manos de la Corte Suprema y ahora sí hubo fallo, a lo Pilatos pero ¡al fin! fallo... Sin embargo, el fallo pronto dejó de ser real y se desvaneció como el éter. Se transformó en una pura ilusión; pues, a pesar de haber terminado el juicio, el cuento no acaba y todo hace pensar que será eterno, mejor dicho que don Pedro -ya muy viejo- se llevará pronto su cuento a la eternidad. Porque ocurre que hay fallo, pero que éste es, curiosamente, inejecutable... Resultó siendo tan salomónico y tan confuso -en idioma de casi analfabetos- que será una hazaña hacerlo realidad.
Don Pedro, con el inútil fallo supremo en la mano, mira hacia atrás y encuentra que su vida toda es un cuento, largo y doloroso. Un cuento que no tiene cuándo acabar, como no sea con la muerte, sepulturera del cúmulo de cuentos que son la vida.


FRANCISCO IGARTUA La tina y otros cuentos Edit. Campodónico SRL

jueves, 8 de noviembre de 2012

Cumpliendo un deber de conciencia

Por Francisco Igartua


“A aquel cercano y lejano José”



Era un niño normal, aunque algo taciturno para el alegre ambiente de aquel pequeño pueblo, a la vera del río Bidasoa, donde había nacido. Se destacaba en los deportes, tenía amigos y en la escuela no era de los peores. Algo, sin embargo, le faltaba: -todos sus compañeros tenían padre menos él y esa seguramente era la razón de su casi imperceptible tristeza. En su casa, la madre y las tías le decían que el padre había muerto en un desgraciado accidente: “era un gran jinete y por servir a unos vecinos salió en plena tormenta en busca de médico, pero un rayo lo hizo caer del asustado caballo; de ese blanco viejo que conociste cuando eras más pequeño”. Pero él nunca conoció la tumba del padre cuando acompañaba a la familia al cementerio y sí llevaban flores para las de sus abuelos y la de un tío que él nunca vio, ni siquiera en foto. Sólo en una oportunidad le explicaron vagamente “tu padre no murió en el pueblo”.

“¿Y por qué el caballo blanco estaba en el establo si el padre murió lejos?” -se preguntaba en sus adentros de vez en cuando.

La pregunta lo inquietaba y de ella surgían de cuando en cuando imprecisas y subliminales dudas que eran las que le daban aquel tinte de tristeza a sus ojos azulinos.

Con el tiempo no quedó solitaria esa inquietud. Un día escuchó decir a su madre, mostrando unas monedas de oro, “las ha enviado el padre de José” y de inmediato recordó que un año atrás había oído lo mismo. En aquella primera oportunidad pensó: “¡Qué curioso! Los muertos no mandan monedas de oro”. Lo pensó y lo dijo, pero los niños, que son rápidos para captar las cosas, también aceptan con facilidad las explicaciones de los mayores. Y como a él le aseguraron que esas monedas de su padre las enviaba un tío que las había guardado, sólo le quedó aceptar: “Así deben ser las cosas”. Sin embargo, la segunda vez, a pesar de que formalmente siguió aceptando la palabra de su madre, comenzó a carcomerlo una subliminal perturbación que se avivaba en sus sueños, de los que despertaba agitado y confuso.

Fue un callado hormigueo interior que lo acompañó, intermitente, durante años y lo fue haciendo taciturno a tiempo completo sin que él se diera cuenta, hasta empujarlo a dejar el dialogante y colectivo juego de pelota para entregarse a la solitaria y silente pesca del salmón en el Bidasoa.

Esa pesca se fue transformando poco a poco de entretenimiento en trabajo. De eso vivía. También le sirvió para ganar trofeos deportivos.

Pero de pronto, intempestivamente, acabó su sosiego: los jinetes de la guerra se lanzaron a galopar por España y las tropas nacionales de Franco se asomaron al Bidasoa. El horror había comenzado en julio de 1936. José era un veintiañero y se alistó con las tropas nacionalistas de Euskadi. Poco duró la resistencia de los nacionalistas vascos en esa zona, invadida por un ejército regular, profesional, con bases cercanas. El grupo de gudaris (combatientes vascos) al que estaba integrado José no tuvo otro camino que internarse en los bosques, desde donde observaba al enemigo, a los nacionales, crecer en número y en implementos de guerra.

“Teníamos a los franquistas a tiro de fusil y los veíamos preparar sus alimentos, fumar, desnudarse y alejarse del pelotón para desahogar tripas y vejiga. También los observábamos pajearse con furor. Podíamos sorprenderlos, pero tenían una potencia de fuego diez veces superior a la nuestra. Decidimos entonces organizarnos para cruzar la frontera -o sea el río- y refugiarnos en Francia”.

Había que actuar con rapidez no sólo porque el contingente de los nacionales de Franco iba creciendo en número y armamento sino, además, porque los gudaris estaban prácticamente sin alimentos y apenas contaban con munición. La posibilidad de romper el cerco con sus armas era más que barranco en el camino.

El taciturno José y Juan -el cabecilla del grupo-, que eran grandes conocedores del lugar -ahí nacieron y esos montes habían sido el escenario de sus juegos de niñez- fueron escogidos, junto a otros dos, para que, enfrentándose a los franquistas, cubrieran la retirada. Luego se perderían los cuatro en el monte y se reunirían en un difícil paso de frontera, con señales incomprensibles para quienes no fueran euskaldunes(*).

Y al caer la noche así se hizo. El grueso de los gudaris pasó sin problemas el río, pues los nacionales, sorprendidos, tardaron en reaccionar y luego se hallaron a merced de los disparos del cuarteto que cubría la retirada.

Ya tarde, muy oscura la noche, los cuatro amigos, ligeros de armas y de equipaje, se encontraron en el punto previsto y se dispusieron a cruzar el río por un pequeño e improvisado puente. Pero al dar los primeros pasos les cayó una ráfaga de metralla. Cerca había un puesto de vigilancia franquista y no les quedó otro recurso que tirarse al río y dar unas brazadas en dirección a Francia sin mirarse entre ellos y sin cruzar una palabra. Al amanecer, José y dos de sus compañeros fueron llegando a la casa amiga donde todos habían planeado encontrarse. Estaban libres, sin salir de terreno euskaldun. Pero faltaba uno de los huidos, el íntimo de José y cabecilla del grupo. ¿Estaría muerto Juan, estaría herido? José decidió ir a buscarlo y todos los allí refugiados se prestaron a acompañarlo.

-Yo sé dónde debe estar -explicó José-. En una especie de cueva, en realidad un hueco en la ribera del río, que usábamos de niños cuando jugábamos a las escondidas.

-Pero -dijeron otros- nada podremos hacer hasta que no vuelva la noche. Si asomamos la nariz por el lugar durante el día nos barrerán como a moscas.

-Así es.

Esa noche José llegó al hueco, encontró a su amigo Juan, que estaba herido en una pierna, y lo arrastró con cuidado, internándolo en territorio francés, sacándolo de la mira de las armas franquistas. Juan se había vendado muy bien la herida con tiras de su camisa y tiritaba de frío no sólo por la fiebre.

Apenas dos años después de esta huida comenzaría la segunda guerra mundial, pero José ya no estaría para aventuras. Su madre, sus tías, toda la familia, amenazada por los franquistas, también había pasado la frontera y él debió trabajar para ayudar a los suyos. Hubo sólo un momento en que estuvo a punto de dejarse tentar por la Resistencia contra los nazis, pero tuvo la suerte de que su contacto, Juan, desapareciera en alguna prisión fascista el mismo día que debieron acudir a la cita con los maquis (guerrilleros en la Francia ocupada por los alemanes).

Conforme fueron creciendo y agobiándolo los trajines de la vida francesa, fue amenguando en José, sin que se diera cuenta, el asedio de las subliminales dudas que alimentaban la intranquilidad de sus sueños de niñez y juventud, pero no dejó de ser taciturno y se acentuó la melancolía de su mirada celeste. Sólo muy de vez en cuando se martirizaba pensando en cómo habría sido su padre y en pocas oportunidades se volvió a preguntar si los muertos podían enviar monedas de oro y no tener sepultura. Sin embargo, en su pecho, muy adentro, siguieron presentes sus dudas en más de una de sus vigilias.

Llegó la hora del matrimonio y éste se efectuó porque así lo dispuso la novia, otra refugiada que no era euskaldun, y más tarde llegaron los hijos y luego el yerno, tampoco euskaldun. La casa de su madre era su refugio, el contacto con sus raíces. También lo eran sus tías y el marido de una de ellas, la menor de todas y la más apegada a su madre, que era la mayor. Pero como que esas visitas a la familia le hacían revivir sus imprecisas dudas y sus vagas preguntas sobre las monedas de oro y la tumba que nunca le enseñaron, siempre inquietantes a pesar de las explicaciones que le habían dado y que acató porque así estaba educado: a obedecer a sus mayores.

Un buen día, poco después de volver a cruzar la frontera en sentido contrario y de instalarse en Irún, murió la ancianísima madre. Es la ley de la vida; pero el hecho entristeció aún más al taciturno José, quien recibió en herencia todo lo de ella, que era muy poco, a excepción de un cofre con papeles que la madre antes de morir entregó a la tía más cercana a José. En el cofre, entre algunos papeles sin importancia -viejas referencias al solar de la familia en Vera del Bidasoa- había una declaración que las tías conocían y sobre la cual habían guardado el más absoluto secreto durante años de años. Los años de la edad de José, quien se iba acercando a los ochenta.

El mismo día del entierro de la casi centenaria anciana, en la noche, la heredera del cofre le reveló por primera vez a su marido el contenido de la secreta declaración.

-No está bien lo que habéis hecho. Tienes la obligación de entregarle ese documento a José.

La reacción del marido fue severa e imperiosa. Para él habían cometido las mujeres un error imperdonable al haber tenido a José engañado toda su vida. Dijo error y no delito porque el tiempo y las penurias del destierro le habían ablandado el carácter, enseñándole a ser benévolo con su familia política, la única que le quedaba.

Así fue como cayó en manos de José la explicación a esas vagas y perturbadoras dudas que lo habían acompañado desde la niñez y habían hecho de su vida una carga abrumadora: el documento que sin muchas explicaciones le entregaron las tías era un testimonio notarial extendido en un remoto lugar de América, autenticado en el consulado español, por medio del cual, “satisfaciendo un deber de conciencia”, su padre -también José- lo reconocía como hijo. Estaba fechado muchos meses después de su nacimiento.

Todo quedaba aclarado. Nunca hubo accidente de caballo y no podía haber habido tumba cercana al Bidasoa porque, antes de que él naciera, el padre partió para América.

José Guridi, el padre, que no era de Vera, había hecho su servicio militar en la zona, arrullado en un viejo sueño: cruzar el Atlántico. Y del cofre aparecía la prueba de que no bien concluyó su obligación con el cuartel hizo realidad ese deseo. Era evidente que fue una determinación tomada ignorando el hecho que lo ataría a su “deber de conciencia”, a ese testimonio que llegaba a manos del hijo de manera tan dramática y tardía. No se encontró, sin embargo, carta o documento que revelara si el padre, algún tiempo antes llegado al Perú, convocó a la madre para que lo acompañara en su aventura americana y si esta se negó o no pudo hacerlo.

La extraña alegría que sintió al descubrir a su padre, aunque concretado el descubrimiento en apenas unos papeles, fue pronto seguida por un desasosiego intenso y constante por saber algo más de él: ¿dónde podría estar? ¿Cómo hallarlo?

-Pero, si vive, será un anciano de cien años.

El comentario de la mujer fue tajante y frío, mientras él siguió preguntándose por dentro: “¿Tendré hermanos?, pues seguro que el padre habrá formado otra familia”.

-Y si tengo hermanos, ¿cómo serán? -la pregunta fue hecha en voz alta.

Esta curiosidad sí avivó el interés de la mujer y de los hijos: “Tendrán que ser unos americanos ricos”. Era la costumbre.

Y toda la familia se puso en actividad.

La mujer conocía a un abogado o escribano -”es un enterado en estos asuntos”- y en busca de auxilio acudieron a él madre e hija, mientras José continuaba anonadado por el asombroso descubrimiento.

Pero en lugar de acercarse al pueblo de donde era el padre y su familia -consignado junto a sus apellidos en el testimonio dado “cumpliendo un deber de conciencia”-, el abogado o escribano aconsejó escribir al consulado español del lugar donde se había extendido el documento reconociendo a José como hijo, para que el cónsul averiguara el paradero de un hombre emigrado a aquel país ochenta años atrás, en la época de las carretas, cuando los microfilmes notariales no se conocían y ni siquiera figuraban en las alucinantes ficciones de Julio Veme.

La carta, redactada con muchas horas de dedicación y la asesoría legal del abogado o escribano, fue principalmente trabajo de la mujer, con la ayuda de la hija y el marido de esta. El hijo de José, el pobre, era minusválido. Hasta que, corregida en puntos y comas por el abogado o escribano, la carta fue depositada en el correo con destino al cónsul de España en un remoto puerto americano del Pacífico Sur, según dato descubierto en un mapamundi enorme que el dueño del bar de la plaza había heredado de un tío navegante. “En un mapa corriente no hubiera figurado ese puerto”.

Más fácil y más rápido para el esclarecimiento de lo revelado en el testimonio, otorgado “en cumplimiento de un deber de conciencia”, hubiera sido acudir al pueblo cercano de Oñate -especificado en el testimonio-, donde en los archivos de la parroquia aparecería la fecha del nacimiento del padre, el nombre del solar familiar y estarían consignados los principales pasos por América del emigrado, entre ellos la iglesia americana donde había contraído matrimonio, el nombre de la esposa y también, posiblemente, los de los hijos.

En avión partió esa carta al puerto donde el padre de José desembarcó varios meses después de haberse despedido de Berotegui, su casa familiar en Oñate, y seguido, cruzando tierras y mares, la larga ruta peruana que se acostumbraba en aquellos años en que el hombre todavía no había construido el canal de Panamá y estaba lejos de lograr su sueño de volar por los aires como un pájaro.

Al otro extremo del mundo había otro José, a quien una doméstica, muy temprano, le comunica que está al teléfono el señor Guzmán: “pregunta por usted”. Era el cónsul -en esos días reducido a vicecónsul honorario- de España en El Callao. Y el José del otro lado del mundo quedó intrigado.

“Lo conozco, pero hace años que no lo veo... ¡qué curiosa llamada!” Y respondió amablemente:

-Aló... sí, soy yo... ¡Hombre, sí! ¿Cómo no te voy a recordar?

Y el amigo y vicecónsul fue al grano:

-He recibido una carta de España, de la región de tu familia, que creo te interesará. Está fechada en Irún. Me piden en ella que averigüe por José Guridi, pero no será por ti, pues indagan por alguien de ese nombre que viajó al Perú hace más de ochenta años.

-Sí, mi padre -y comenzó José el del Perú a sospechar quién enviaba la carta, pues años atrás sus tías de Oñate y San Sebastián le hablaron veladamente de “un hermano que anda por Irún, por la frontera”.

Se lo habían dicho como si hubieran querido cumplir con una obligación moral y nunca más le volvieron a tocar el tema. Pero a él le quedó la vaga inquietud por conocer a ese hermano, que ahora se le aparecía por intermedio del vicecónsul.

-Acompaña a la carta el testimonio de ese José Guridi, el que emigró, extendido en El Callao, reconociendo a su hijo.

-Sí, se trata de mi hermano. Estoy casi seguro, pues algo de esto me habían hablado mis tías.

Y de inmediato le entró una enorme curiosidad por leer la carta y el documento.

-¿Hasta qué hora estás en el consulado?

Quería llegar de un salto al cercano puerto.

-No te preocupes, te envío los papeles enseguida. ¿A tu casa o a la oficina?

-Aquí, a mi casa. No me voy a mover.

Antes de que llegara el mensajero ya había decidido José el del Perú, qué hacer para comunicarse con el hermano aparecido mágicamente: llamaría por teléfono a su primo Esteban, en Rentería, para que averiguara el número de teléfono del hermano caído del cielo y así podría él darle la segunda sorpresa de su vida.

Por lo tanto, luego de haber leído y releído la escritura pública de reconocimiento, firmada por José Guridi en abril de 1914, y apenas hubo constatado, por los apellidos y el nombre del solar familiar, que el firmante era su padre, se comunicó con su primo Esteban, a quien le confió el hallazgo y le dio el encargo de conseguir de inmediato el número telefónico del José residente ahora en Irún.

La respuesta no tardó más de media hora y enseguida el José del Perú llamó al José del Bidasoa.

-Habla José Guridi, deseo comunicarme con José Guridi.

-Un momento... -respondió balbuceante y sorprendida una voz femenina

Tiempo después, igual que al día siguiente del encuentro telefónico, ninguno de los dos hermanos podrá recordar lo que hablaron en esa oportunidad, memorable para ellos. Sólo recordarán que lloraron y que José el del Bidasoa, en su emoción, luego de unas primeras frases en castellano se desató a hablar en euskera. No olvidarán que ninguno de los dos entendió lo que decía el otro, pues el del Perú apenas emitió algunas palabras sin sentido; pero que sí se hermanaron en las lágrimas.

Seguro que aquel día, entre otras cosas, pensaron decirse:

-Pronto, muy pronto, te visitaré.

-¿Cómo harás?

-Tomaré un avión como de costumbre, pues con frecuencia voy a Euskadi.

También debió intentar informarle el del Perú al del Bidasoa cuántos eran sus hermanos y cómo estaban repartidos por el mundo: la hermana menor en Roma, la mayor en las Misiones de África y el otro hombre en Nueva York.

-¿Ellos también vendrán?

-Ya les daré la noticia y se comunicarán contigo. Creo que la de Roma estará pronto por allá, quién sabe se me adelante, pues ella visita Euskadi con más frecuencia que yo.

Desde ese día ninguno de los dos hermanos durmió tranquilo. El descubrimiento de algo que sólo sospechaban o que quedó en rumor que no se quiso confirmar, los dejó estremecidos, deseosos de encontrarse, abrazarse y mirarse cara a cara

-¡Qué extraño! Los de Berotegui son todos morenos.

-El color sonrosado, los ojos azulinos y el pelo claro del aparecido le vendrán de la madre.

Esto conversaban dos señoras en la explanada o mirador de un restaurante, el Goiko Venta, en las alturas de Aran¬zazu, con el pueblo de Oñate a los pies, de donde eran vecinas de toda la vida -la vida de ellas y la de sus antepasados-. Conversaban a pocos pasos de los José, el del Perú -moreno- y el del Bidasoa -sonrosado-, quienes esperaban la llegada de más primos y parientes para celebrar con guiso de cordero y bacalao al pil-pil la aparición de José, el Guridi cercano que todos desconocían y del que sólo algunos , muy pocos, habían tenido vagas y antiguas noticias.

A esas horas tempranas los dos José integraban un grupo familiar, al frente de las dos vecinas que los espulgaban y que ya el día anterior se habían enterado, por correo de brujas, del aparecido.

Antes, José -el del Perú- se había acercado a ellas, para saludarlas, confirmarles los rumores y recibir su afecto, pues él era asiduo visitante del pueblo desde hacía muchos años, desde que descubrió el solar paterno. Pero este es otro

descubrimiento, en sentido contrario, que no viene al caso en esta narración de los dos José, quienes el día anterior, entre lágrimas y palabras que no significaban nada y en idiomas diferentes, se habían encontrado por primera vez. Esto ocurrió en casa del primo Esteban, en Rentería, cerca de San Sebastián, donde poco a poco y gracias a la ayuda de Esteban se logró que el del Bidasoa abandonara el euskera.

-Es que se me hace difícil hablarle a mi hermano en otro idioma que no sea el nuestro.

De ese emocionado primer encuentro se hablaba, humedecidos los ojos, entre los Guridis que llegaban y llegaban a la explanada del Goiko Venta. La charla era en sordina, de vez en cuando interferida por la voz estridente de la mujer de José, el del Bidasoa, y de la presencia desconcertada de sus hijos, sujetados a su lado. Hasta que, pasada la lista por Petra -la prima de Elgoibar a quien José, el del Perú, le dio el encargo de organizar la comida-, medio centenar de primos se sentó alrededor de la enorme mesa del comedor.

Ni el bacalao ni el guiso de cordero estuvieron secos. Fueron regados con mucho vino y hermosas canciones que José, el del Bidasoa, acompañó con voz muy entonada y potente. Fueron viejos cantos que añadieron más lágrimas a la reunión. Todos lloraban por las saudades que las letras despertaban, menos el José del Perú, que desconocía el euskera, pero que también lloraba de emoción al ver llorar a los demás y por sentir atávicamente los compases melódicos del zortzico (canción popular del país Vasco, frecuentemente entonada en las tabernas). Los hijos del otro José estaban como ausentes, bajo el control de la madre -muy pintada y vestida de colores llamativos-, quien hacía esfuerzos por confraternizar con el “americano” creyéndolo también al margen de las canciones.

Ya de noche y en embriagada procesión bajaron al pueblo todos los Guridis, cruzaron sus calles y al otro extremo, con José el del Bidasoa casi en hombros, volvieron a subir por el monte hasta Berotegui, la casa solariega de los Guridi. Y así, el aparecido José, ingresó por primera vez al hogar de su padre y pudo decir emocionado: “ahora mi dormir y morir serán tranquilos”.

José el del Perú quedó satisfecho de su tarea. Había cumplido un deber de conciencia al lograr que su hermano conociera sus raíces paternas y supiera que había muchos Guridis, parientes suyos, en las proximidades de Irún.

Durante varias semanas los hermanos que recién se encontraban, guiados por el primo Esteban, estuvieron confraternizando en comidas, cenas y paseos. Pero, con el tiempo, pasadas las euforias de esa primera visita, en lugar de que día a día se fuera estrechando la amistad entre ellos, día a día, vertiginosamente, se fue enfriando el calor intenso de las primeras horas, de ese abrazo largo, prolongado y lloroso que los estrechó al momento de conocerse cara a cara en casa de Esteban, el de Rentería.

¿A qué se debió tan rápido enfriamiento de unas relaciones que comenzaron con tan encendido cariño y ansias tan enormes de que no tuvieran fin?

José, el del Perú, lo sabe, pero no quiere expresarlo abiertamente, prefiere dejarlo adormilado en su subconsciencia. Se niega a decir, aunque lo sepa, que ni la mujer ni los hijos de José, el del Bidasoa, lograron sintonizar con los Guridi porque estaban demasiado distantes del mundo euskaldun. Había algo que los mantenía alejados, que los hacía diferentes. Un algo que José, el del Perú, no desea explicar y que su hermano, el del Bidasoa, acostumbrado por los años a la costilla que lo acompañaba y lo había vuelto más sumiso de lo que su propio temperamento le exigía, nunca se atrevió siquiera a sospechar.

Lo cierto es que poco a poco el contacto entre los hermanos -incluidos los otros tres repartidos por el mundo y que también viajaron a conocer al hermano aparecido- se fue debilitando. Las llamadas telefónicas desaparecieron prontamente, también pronto las visitas acostumbradas a Oñate del José peruano no se extendieron hasta Irún, sólo quedó por un tiempo largo el intercambio de saludos postales navideños y, menos largo, el de las conversaciones por teléfono entre José, el del Bidasoa, con el primo Esteban, el de Rentería.

Pero este alejamiento no significó que José el del Perú olvidara al hermano del Bidasoa. Al contrario, con mucha frecuencia en sus horas muertas se le venía a la memoria la figura bonachona de José, con su cara rozagante y su dificultad para comunicarse con él en castellano. En esas ocasiones recordaba sobre todo el paseo que hicieron juntos, él con su hijo Esteban -en ese entonces un niño-, el hermano aparecido en Irún y el primo Esteban. Recordaba el largo recorrido a pie por la ribera del río que fue escenario de la juventud del padre de ellos y abuelo del niño. Esteban, el primo, era el que, emocionado, exploraba los parajes que había frecuentado su tío Patxi; sobre todo fue emotivo cuando explicó:

-En algún momento el tío Patxi, que ahora de viejo ¡cojones! vengo a enterarme que se llamaba José, trabajó aquí, arriba, en una mina de cobre abandonada hace mucho tiempo.

Y enseguida insistió en subir al monte por senderos cubiertos de maleza, hasta llegar a claros en los que herrumbrosas máquinas mineras daban testimonio de que era verdad lo que decía, de que ahí hubo “una mina de cobre”. Repetía el primo de Rentería que una vez su madre le contó haber visitado a su hermano Patxi en esa mina.

-¿,Por qué Patxi? -preguntó el niño.

-Porque así se llamaba tu abuelo. Bueno, así se le conoce en la familia. Pero ocurre que en su partida de nacimiento y bautizo ha resultado que le pusieron los nombres de José, Francisco, Cándido. Y se ve que con el primero de estos nombres quedó registrado en el Servicio Militar y con él viajó por el mundo. Sería con el que terminó inscrito en sus documentos de identidad.

Fue un paseo hermoso por el paisaje, por el tiempo -no llovió- y por la dulzura como José el del Bidasoa contó sus aventuras „en ese río. Cuando relató la huida a Francia, escapando de la metralla, el niño exclamó mirando a su padre:

-El tío José ha tenido más aventuras que tú.

Esta frase entusiasta, de admiración por el tío lejano, se la grabó en la mente el José del Perú. Lo hizo con la satisfacción de ver al hijo integrarse al mundo de sus antepasados.

Al bajar de la mina, al primo Esteban se le ocurrió que el tío Patxi, en los días de licencia en la Mili, debió aprovecharlos para hacerse de algunos recursos extras con miras a su viaje a América.

Todo esto recordaban años después en su casa de Lima José el del Perú y su hijo Esteban, ya un joven quinceañero.

-Papá, el tío José lloró cuando visitamos esa mina abandonada. Tú no lloraste.

Siguió luego la charla de padre e hijo sobre otros temas. Esas horas muertas, muchas veces repetidas, las empleaban para intercambiar confidencias.

Pero de pronto, como si fuera cierta la comunicación telepática de los espíritus, volvieron a recordar al lejano José, llegado a sus vidas como por arte de magia.

Por el hilo telefónico, inesperadamente, se apareció el primo Esteban.

“¡Qué casualidad!”

Llamaba a José para comunicarle que su hermano José había muerto y que había dejado una nota para él, escrita en euskera y que en español decía:

“Muero en paz porque conocí Berotegui, la casa del padre, de todos nosotros”.

También José, el del Bidasoa, cumplía con su deber de conciencia y Esteban, el hijo, comentó:

—Ves, papá, el tío José fue más cumplido que tú.

—Yo todavía no pienso en morirme y no sabes lo que siento.


Ese día el hermano del Pacífico, a escondidas, lloró a lágrima viva, lloró mucho, con un sordo remordimiento.